Holando: la vaca que marcó la historia de la ganadería en el país


Entre los nombres que hicieron grande a la ganadería argentina, uno ocupa un lugar insoslayable: Holando-Argentino. Esta raza, descendiente directa de la vaca Holstein Friesian originaria de los Países Bajos, fue introducida al país el 4 de marzo de 1880, y desde entonces se convirtió en sinónimo de producción láctea, genética de calidad y tradición rural.

Su llegada se dio gracias a una gestión conjunta entre el entonces Teniente General Julio A. Roca y el Dr. Felipe Yofré, ministro del Exterior. Los primeros ejemplares arribaron desde Holanda y se establecieron en el norte de Córdoba y en las cercanías de Pergamino, provincia de Buenos Aires. Luego, el crecimiento fue sostenido, con centros de cría que también se consolidaron en Santa Fe y Entre Ríos, dando origen a lo que hoy se conoce como la cuenca lechera central argentina.

Holando: una raza adaptada al trabajo y la producción

El Holando-Argentino se caracteriza por su porte grande, esqueleto fuerte y ubres desarrolladas, con un pelaje blanco y negro que se ha convertido en ícono de los tambos del país. Si bien su precocidad es media, es una de las razas lecheras más pesadas y de mayor volumen de producción, aunque con un contenido graso relativamente bajo, cercano al 4% de grasa butirosa.

Su capacidad de adaptación al medio fue clave para consolidarse en los sistemas pastoriles argentinos, donde las vacas deben caminar y buscar su alimento. En sus orígenes, el verdadero Holando-Argentino era un animal mediano, rústico y caminador, ideal para las condiciones extensivas del país. Sin embargo, con la incorporación masiva de genética canadiense y estadounidense a través de la inseminación artificial, la raza fue transformándose hacia un tipo más alto y lechero, pero menos adaptado a las exigencias del campo natural.

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De Friesland al corazón de la Pampa

El origen de esta raza se remonta al norte de Holanda, en la provincia de Friesland, donde el ganado se desarrolló a partir del antiguo Bos primigenius, una especie robusta y de cuernos largos que algunos historiadores vinculan incluso con los bovinos representados en el antiguo Egipto.

En América, los primeros ejemplares llegaron a Massachusetts (EE. UU.) entre 1861 y 1875, y en pocos años su difusión fue masiva. Desde allí, la genética Holstein se expandió por todo el continente, marcando el inicio de una de las razas lecheras más influyentes del mundo.

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Un desarrollo con sello argentino

El camino del Holando-Argentino no fue sencillo. En sus primeras décadas, la industria lechera local era incipiente, y los criadores que apostaron por esta raza debieron enfrentar limitaciones económicas y falta de infraestructura. Sin embargo, la calidad de los animales y su destacada producción pronto llamaron la atención.

En 1890, durante la 7ª Exposición Nacional de la Sociedad Rural Argentina (SRA), se presentaron 68 reproductores holandeses, muchos enviados por el propio gobierno de los Países Bajos. Desde entonces, su presencia en las pistas y tambos argentinos se volvió cada vez más habitual.

A comienzos del siglo XX, la SRA comenzó a implementar concursos de vacas lecheras para medir producción y calidad, y el Holando-Argentino dominó ampliamente. En 1910, se registraron los primeros animales de pedigrí: Butterman VOS 7130 y Karla VOS 6606, ambos provenientes de Alemania.

La institucionalización definitiva llegó en 1924, cuando la SRA, junto con criadores como Yofré, Villanueva y Genoud, resolvió unificar los registros genealógicos bajo una sola denominación: Holando-Argentino. De este modo, se reconoció oficialmente la identidad de la raza nacional, resultado de una combinación de genética europea y adaptación local.

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Legado y futuro

Más de un siglo después, el Holando-Argentino sigue siendo la columna vertebral de la producción láctea nacional. Sus cualidades productivas, su rusticidad y su historia ligada al crecimiento del tambo argentino lo mantienen vigente en las principales cuencas del país y también en Uruguay.

De las exposiciones rurales a los tambos familiares, el Holando-Argentino no solo representa una raza: encarna la evolución de la lechería argentina, un equilibrio entre tradición genética y adaptación a un país que sigue apostando por su campo.